Por
Alexandra N. Méndez Lamboy
Había ganado la guerra. Después de once meses de arduo combate, habíamos logrado capitalizar y vencer al bando enemigo. Al entrar a mi pequeño apartamento del gran rascacielos situado en el centro de la ciudad de Nueva York me sentía al fin realizada. Ya podría dejar atrás ese largo periodo de mi vida en el que diariamente sólo escuchaba balas y veía cuerpos caer al suelo sin ninguna esperanza de volverse a levantar. Pero aún así había algo que me incomodaba, un pequeño quejido que decía que todo no estaba bien.
La sala estaba tal como la había dejado, los platos sucios en el fregadero y la cama revuelta. Lo único nuevo era el polvo que se había logrado acumular y que ahora sería mi fiel compañero hasta quien sabe cuando. Nunca he sido la persona más organizada, pero después de tanto pensé que recoger sería una buena forma de comenzar esta nueva etapa de mi vida. Entre viejos periódicos y cartas sin abrir encontré un marco de retrato que me hizo detener todo por un instante.
Detrás de una capa de polvo pude ver la persona a la cual había tratado de olvidar desde el momento en que su corazón dejó de latir. Mi mejor amigo y hermano postizo, Juan. Él tenía su brazo sobre mis hombros y estaba sonriendo cálidamente hacia la cámara. Toqué tiernamente su rostro mientras combatía ferozmente contra las lágrimas que querían salir.
Me dirigí hacia la ventana y observé todas las personas ajetreadas que combatían contra la crisis económica que arropaba nuestra nación. Pude notar como los mismos vagabundos seguían pidiendo limosna y los ricos continuaban aplastando a la clase media. Fue en ese instante que mi mente dio un retroceso y recordó ese momento en que mi mundo se derrumbó y fui traída cruelmente hacia la realidad.
Era un martes o un miércoles, no estoy segura pues los días comenzaban a juntarse después de cinco meses, y mi batallón había sido llamado para una misión especial. No era común tener a una mujer en esa posición, pero yo lograba sobrellevarla a la perfección.
Juan estaba a mi lado jadeando al igual que yo por el peso de las metralletas que estábamos cargando en nuestras manos. Las bombas que caían alrededor levantaban el polvo y dificultaban la visibilidad. Pero no importaba pues teníamos que llegar al edificio en donde, según una fuente anónima, se encontraba el centro de comando del enemigo.
Al acercarnos cada vez más, la tensión se hacía más fuerte. Esta misión sólo podía tener dos finales: lograr acabar con esta guerra de una vez o morir en el intento. Por la nación valía la pena el sacrificio.
Juan, como líder del batallón, decidió acercarse primero para verificar que el área estuviera libre de peligro. Se separó del grupo y se dirigió a paso seguro hacia el supuesto escondite de los rebeldes. Pero la tragedia no se hizo esperar.
De adentro salió un niño de unos once años. Tenía unos ojos angelicales, los brazos más pequeños que jamás había visto y sangre saliendo de un gran golpe en su cabeza. Juan siempre tuvo un corazón muy grande y se acercó al muchacho para brindarle ayuda.
Yo fui la primera en darme cuenta de la pequeña cajita que el niño tenía en sus manos. Pero muy tarde comprendí que era un detonante. Los pedazos de cemento comenzaron a caer como lluvia desde el cielo y yo corrí a ocultarme. Escuché como otro soldado gritaba por ayuda desde su comunicador portátil.
Después de que cesó la explosión y los pedazos de cemento dejaron de caer, busqué a mi amigo con un furor del que no sabía que era capaz. Debajo de unos escombros lo encontré. Él estaba sangrando por su nariz y su boca, mientras sus brazos estaban a un ángulo humanamente imposible. La comprensión nubló mis sentidos y las lágrimas comenzaron a bajar por mi rostro sucio. Él sólo sonreía y con ojos medio abiertos dijo su última palabra.
-Quédate.
Lo acompañé hasta que su corazón dejó de latir. Después, tomé su cuerpo en mis brazos y con la ayuda de otro compañero lo cargamos hasta nuestro campo, donde una noche de aflicción nos esperaba.
Ya no había forma de evitarlo, estaba llorando amargamente. Recordé cada cuerpo y cara inocente que perdió su vida en una guerra que sólo defendió los intereses de un pequeño grupo privilegiado. Todas las familias que ya no tendrían devuelta a un esposo, hijo, sobrino o amigo y, al igual que yo, no podrían entender qué fue lo que se ganó con la muerte de cada uno de esos seres queridos. Aquellos que sí logramos regresar viviríamos eternamente marcados y afectados por todo lo que en aquel sangriento campo de batalla aconteció.
En fin, todos volveríamos al mismo mundo impersonal y difícil en el cual sólo el presidente o gobernador veía el beneficio de tal masacre. Mis rodillas falsearon y caí al suelo. En ese momento mi mente hizo la pregunta que me seguiría hasta el fin de mis días. ¿Quién, realmente, ganó la guerra?
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