miércoles, 5 de octubre de 2011

Y desperté en un salón espeluznante



Por Lourdes Pérez    


       Era un día lluvioso, llegué de la escuela y me senté en el mueble más grande de la sala, me acomodé en él y prendí el televisor. Sin darme cuenta perdí el conocimiento, caí en un trance que parecía eterno. La próxima vez que abrí los ojos todo estaba oscuro, miré para todos lados pero no había nada, me sentía atrapada, como si nunca hubiera salido del vientre de mi madre pero con una pequeña diferencia, estaba cómoda, había muchos cojines alrededor.

       Comencé a moverme y sentí que mis brazos y piernas chocaban con las paredes, mis manos tocaron el techo, que era como una tabla que sonaba cada vez que la forzaba, la empujé violentamente hasta que salió disparada. Sentí frío y un silencio que drenaba mi energía. De pronto me di cuenta que estaba en un ataúd.      

       Asomé mi cabeza por los bordes de aquella caja tenebrosa. Vi un cuarto lleno de lápidas con flores blancas y lazos negros. Brinqué y caí al lado de un hueco enorme que había en el piso. Caminé entre las tumbas y encontré un pasillo bastante angosto. “Se nota que nadie ha caminado por aquí en mucho tiempo”, pensé desesperada. Al final del pasillo vi una luz tenue.

       Corrí por aquel largo túnel cuando llegué, busqué de donde provenía la luz y encontré una mesa con un manto blanco, encima había una vela roja. Al lado, en un sillón de ratán, estaba sentada una señora pálida, alta, de pelo blanco. Usaba un traje largo, verde oscuro. Mirándome fijamente a los ojos, se levantó y gritó interrumpiendo el impecable silencio. Me asusté y salí corriendo por donde entré, sentí que la misteriosa mujer me halaba con su mirada.


       Empecé a brincar sobre las tumbas en un intento desesperado de huir. Miré hacia atrás esperando no ver la tortura que me seguía, cuando volteé la cabeza caí en un hueco, al pie un ataúd. Todo quedó oscuro otra vez. Mis sentidos empezaron a agudizarse. Abrí mis ojos y estaba en el sofá en el que me había acostado.

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