viernes, 11 de noviembre de 2011

En mi reflejo

Por
Juan José Valentín Goyco                                                                                           

Dos guardias de seguridad me escoltaban hacia el vehículo policíaco. Ambos  me sujetaban fuertemente, como si  yo fuese un peligro para la humanidad. Después de todo yo no había hecho nada malo solo, lo debido. Caminábamos por la acera frente a la escuela superior  en la cual estudiaba.  Según me movía, en el piso se quedaban marcadas  mis pisadas  rojas. Muchas personas se acercaban poco a poco para ver lo que ocurría. Se aglomeraban para verme, como si yo fuese alguna exhibición o algún animal raro. Pero en esos momentos nada me incomodaba. Solo pensaba en lo que había hecho y de cómo no me arrepiento de haber cometido algo que muchos conocen como tragedia.

Me desperté al sentir fuertes rayos de luz en mi cara los cuales indicaban que otro día horrible estaba  por comenzar. Al abrir mis ojos veo el mismo cuarto de siempre. El  piso estaba repleto de  basura y ropa. Las paredes sucias,  tenían grietas y estaban pintadas de gris, lo cual describía bien mi vida, y con marcas rojas que reflejaban mi furia, dolor y sobretodo  odio por todo lo que me rodeaba.

Según me levantaba de mi cama vieja y zarrapastrosa, me di cuenta que de nuevo  llegaría tarde a otro día más de clase en aquella escuela llena de idiotas. Lentamente me dirigía  hacia la puerta de mi cuarto para  ir al baño. Al salir de mi habitación me dio un fuerte olor a narcóticos, algo a lo cual ya estaba acostumbrado. El pasillo de camino al retrete estaba decorado con latas de cervezas y ropa interior. Al parecer mi supuesta madre tuvo otra noche de locura con sus amistades.

Al entrar al baño, en lo primero que me fijé  fue en la cara de un muchacho pálido y solitario por el cual nadie se preocupaba.  Sus ojos reflejaban una maldad oculta, la cual muchos desconocían. No me tomó mucho tiempo bañarme y vestirme. En tan solo unos minutos ya estaba listo para irme a la escuela y fingir que todo estaba bien.

Llegué  casi dos  horas tarde a la escuela. Al entrar al salón de clases  que me correspondía  el maestro no me dirigió la palabra, ni siquiera hizo contacto visual conmigo. Como siempre, a ninguno de mis profesores le importaba si estaba allí. Como muchos, solo trabajaban ahí para cobrar el cheque, no porque le interesara la educación de los futuros profesionales. Muchos de mis compañeros de clase me miraban de una manera burlona.  Según pasaba por los pupitres  de los demás para ir al mío, el cual  se localizaba a lo último del salón, escuchaba el murmullo de los estudiantes.

Apenas entendía lo que decían, pero sabía  que hablaban mal de mí. A diario inventaban cuentos que intentan explicar el por qué yo soy así.   Pero ninguna de esas historias se asemejaba a la  realidad. Al sentarme en mi pupitre, la compañera que estaba frente a mí se vira para saludarme y para darme el material que me había perdido. Ella es la única persona que se atrevía a hablarme. Es lo más cercano que he tenido a un amigo.

Al finalizar otro día más  sin sentido, me dirigí hacia la salida de la institución escolar.  De camino, vi a la única persona que soporto, hablar con dos amigas. Al pasarle por el lado escuché la conversación  que tenía. Hablaba  acerca de mí. De su boca salían las mismas  expresiones que he oído durante toda mi vida. Palabras que resonaban fuertemente en mi ser. Por fin entendí por qué ella era amable conmigo, cuando los demás solo me echaban a un lado.

En esos momentos empecé a sentir una gran furia. Nunca me había sentido tan molesto, tan irritado. Esto había sido la gota que derramó el vaso de agua. Mi mente solo pensaba en todos esos momentos de humillación por los cuales he tenido que pasar. En aquellos momentos de tristeza que en vez de recibir consuelo, recibía desprecio. Los pasados años para mi han sido una pesadilla y ya era tiempo de que me despertara. Todos tendrían que aprender a respetarme, empezando por ella.

Esperé que sus amigas se fueran y la empecé a seguir por la escuela hasta un salón vacío. Entré cuidadosamente y cerré la puerta con seguro. Al escuchar la puerta sonar notó mi  presencia y se alarmó un poco. Me fui dirigiendo hacia ella con un caminar lento. Me hablaba pero no le prestaba atención. Al parecer  se dio cuenta de mi intención y comenzó a correr, sin ninguna esperanza de escapar.

La aguanté por los brazos y la restrillé contra el piso. Los gritos que emergían de ella parecían saciar el monstruo que habitaba en mí. Pero aún así, no estaba satisfecho y seguí con la tortura. Durante ese tiempo todo el odio que sentía empezó a salir a flote. Por fin podía calmar la ira que residía en mí, una que ni siquiera pegándole a la pared de mi cuarto podía calmar. Después de un rato los chillidos habían cesado y el piso  estaba decorado con lo que era ahora mi color favorito.

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